Por Patricia Andrade y José Viurquis G.
Nos sorprendimos con la historia, vivencias, aromas y sabores de Tlaxco, pues de ahí surgió el personaje de la portada de los libros de texto, Victoria Dorantes Sosa, las convicciones de los niños Santos de Tlaxcala, expuestos en imágenes en la parroquia de San Agustín, el museo de la Madera, las exquisiteces mexicanas de la Casona de Don Agustín, y el cierre espectacular e imperdible, el recorrido al santuario de las luciérnagas.
Una alianza perfecta fue la organización del viaje de Rehiletes y ADO Turibús, quienes te llevan de la mano a cada rincón de la historia, sabores, olores y naturaleza, como es el santuario de las luciérnagas, que llena todos tus sentidos y no importa la oscuridad o lluvia a que te puedes enfrentar, pues es gozo total.
En Tlaxco, el Turibus nos dejó a tres cuadras del centro, en el museo de La Madera, donde nos recibió sonriente don Miguel Ángel Márquez. Al entrar vimos el aserrín y la viruta del trabajo que ahí realiza para descubrir formas en qué se puede convertir el dócil material, según nos explica con sus marionetas que les da vida a base de engranes, y deja claro como obtienen la madera y la convierten en muebles con herramientas manuales.
Fue el primer punto del viaje y uno de los argumentos para aceptar a Tlaxco como pueblo mágico, porque de ahí surgieron los muebles y el equipamiento de la Barca de la Fe, réplica de la carabela La Santa María, un templo de 99 metros de eslora, construido por el padre Arnulfo Mejía Rojas, a base concreto, en su interior con piezas prehispánicas, y de madera creadas por don Miguel como el altar, la silla presidencial, el porta cirio pascual, los timones. Está en la comunidad de San Andrés Buenavista.

En el museo también encontramos un Roll Royce de madera, pero él, Don Miguel, le llama Tlaxcomóvil, o Burrary, totalmente hecha la carrocería de una especie de pino, con motor de vocho, y que ha llevado a la Ciudad de México, con gran éxito, porque todos quieren tomarse la foto. Al lado está Teo Tlachco, una cuatrimoto, también enriquecida con madera.
No pasamos por alto que seguimos las pisadas de Don Porfirio Díaz cuando fue a inaugurar el Palacio Municipal, donde dejó dos espejos con marcos de oro, y su gratitud al donar un centenario a mujer que le tendió un manto a su paso hacia la plaza de Toros.
Fue impactante verse reflejados en uno de esos espejos, por debajo del sombrero de un charro que se quedó impregnado, a lo mejor en su tránsito a otra dimensión, pero de inmediato nos regresaron a este mundo con deliciosas campechanas rellenas de requesón, que alguien, de buen corazón, mandó directo a la sala de Cabildos, y de ahí pasamos a la parroquia de San Agustín.

La iglesia forma parte del primer cuadro del municipio. Sus torres son de color amarillo rematadas por cornisas y líneas rojas y el frente, el marco y pared de la entrada, de cantera rosa, en donde sobresalen dos imágenes en blanco del Doctor de la Iglesia, Agustín de Hipona.
Por dentro imponen los altares en hoja de oro y los colores muy reales de las imágenes donde quedan huellas del orden original en que los colocaron, a la diestra del Señor los masculinos, y a la izquierda las femeninas.
Lo más reciente en el santo recinto, a la derecha del altar mayor, son los Niños, que primero los dieron a conocer como Mártires de Tlaxcala y ahora ya santos desde que el Papa Francisco culminó el proceso para llevarlos a los altares. Ahí están Cristóbal, Antonio y Juan, reconocidos como los primeros evangelizados de América, por los frailes franciscanos y dominicos inmediatamente después de la conquista.
A un lado del altar, el guía de turistas, Gaspar, nos explica que los Niños de Tlaxcala fueron asesinados por defender sus creencias, destruir los ídolos y derramar el pulque con el que se embriagaban los mexicanos naturales de entonces, entre ellos sus padres.
De vuelta a la calle, nos enfilamos al Restaurante, La Casona de Don Agustín, donde nos atienden Guadalupe Herrera y Don Germán González, quienes nos espera y cuenta la historia de las piezas que hay en ese lugar. Al entrar, una sofá antiguo, subes una escalera de madera y en las paredes cuadros color oro con fotos en blanco y negro, de las cuales nos explica quienes son.

De entrada ya están las mesas con jarras de agua de jamaica, platos de barro y los cubiertos. Nos explica que sirven comida mexicana, primero un delicioso mole, bisteces a la mexicana, muy suaves, frijoles exquisitos, chicarrón en salsa roja con algo de picor, también de gran sabor y arroz muy esponjado y un rosado que incita al paladar.
Pero lo mejor es el requesón caramelizado, el postre, que cuando es rico, como éste, lo chiquiteas, y le das vuelta en la boca hasta que poco a poco lo consumes, lo pasas, para darle un largo adiós.
Cuando ya estábamos listos para irnos, a las luciérnagas, nos recomiendan el pan de al otro lado de la plaza, de donde salieron las campechanas rellenas de queso, y sí, resultó bueno.
Camino al autobús, tomamos carretera, pero todavía no era hora de ir a ver los insectos luminosos, sino a una tienda a un lado de la carretera donde ofrecen los mejores quesos de la región. Ahí vez como preparan el oaxaqueño, explican como obtienen el provolone, el manchego y otros, a la vista de todos, pero también venden dulces mexicanos.

Y ahora si, el turibús nos lleva a las luciérnagas, en Nanacamilpa, al sitio de la Laguna Azul, donde, después de unos 30 minutos, llegas a un pueblo y al final desciendes del cómodo vehículo y escuchas el croar de los sapos, y con ese cántico caminas hacia la laguna Azul, y de ahí a unas cabañas, donde concentran al grupo para salir todos al mismo tiempo.
Todavía es claro cuando inicias la caminata, con al menos tres paradas, en el árbol de la lluvia, los magueyes y la casa del abuelo, y ya oscuro te diriges a lo más impenetrable del bosque, a pesar de la lluvia que no amaina, pues la emoción de ver los lampíridos te impulsa.
No sabes si ya es oscuro, o lo concentrado de los árboles lo vuelve todo negro, invisible, pero empiezas a encontrarte con chispazos que se mueven y se encienden al ritmo de tú caminar, o se encuentran con el palpitar del corazón.
Te detienen los guías en donde convergen algunos caminos y ahí poco a poco se hacen visibles las luciérnagas, como oleadas de luz, y te emocionas, pero ese olor a ocote, la frescura incrementada por la tenaz lluvia te impide cerrar los ojos y ahora te sientes más vivo que nunca.
Hacemos esfuerzos por tomar fotos, pero es inútil, no les llevamos el tintineo, pero el video si toma esos ascensos y descensos de los haces de luz en este bosque que del intenso verde pasó a lo más negro, pero que lo encienden esas luminiscencias amarillas que nos amplían nuestros buenos sentimientos y nuestra imaginación.